Hace pocos años hubo en el parque un árbol de carbonero. Era muy viejo, de tronco grueso, retorcido, nudoso y cuarteado. El tiempo y los achaques lo borraron del paisaje. Y era un árbol querido que todavía florece en el recuerdo de muchos santuareños.
El carbonero es árbol sencillo, sin atributos para el comercio, sin cultivo y por lo tanto abandonado a su propia suerte. La ambición lo proscribió de los suelos fértiles y trabajables. Crece por su cuenta y riesgo en las orillas ásperas de los caminos, de los ríos y las quebradas; en los rastrojos, cuando no prendido con gran dificultad de los barrancos. Es resistente, le gusta la vida, aunque cada vez se le ve menos. Y es árbol grato de mirar y útil como el que más –no para el negocio, pues como toda criatura no puede pensarse como dinero- sino para las hormigas, para cientos de insectos, para los pájaros, especialmente para los tominejos que beben de sus flores, ah! para estar bajo la frescura de su fronda, para tocar el misterio en su corteza rugosa… Y es hermoso, tanto, que podría adornar los salones del cielo, como cantó Walt Whitman de la modesta zarzamora.
En honor de aquel viejo carbonero, se sembró otro en el parque. Así que el joven árbol prospera muy bien, muy sano y a sus anchas; ya ha florecido y de seguro vivirá muchos años; será inolvidable como todos los árboles que crecen y envejecen junto a nosotros y testimoniará el derecho sagrado que le asiste a cada especie de estar y permanecer en este mundo.
1 Comments:
Este carbonero y otros árboles del parque fueron sembrados por el señor Uriel Loaiza.
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